martes, 19 de mayo de 2015

LAS GRANDES MAREAS DEL CANTÁBRICO

TODOS los años el mar Cantábrico nos regala en varias ocasiones el espectáculo único de las grandes mareas. Una de las mareas vivas que se recordaron muchos años fue la de 1898, en el día tradicional de finales de junio. Voy a seguir casi punto por punto, la crónica que escribió Angel María Castell de aquellas mareas.

Soplaba el noroeste y la mar estaba picada. Hasta el horizonte se cubrió para que la gente pudiera permanecer las horas muertas a la orilla del mar sin afrontar una insolación. El espectáculo fue grandioso. En la Concha , las casetas de baño se replegaron sobre el muro, como ejército que se dispusiese a resistir valientemente el asalto del enemigo.

Desde el pretil del paseo presenciaron el ataque infinidad de curiosos. Las olas se sucedían continuamente, precipitándose unas sobre otras, como huyendo de las que venían detrás, como si el ejército asaltador lo fuese derrotado y escapase a la desbandada.

El ataque no fue más que un intento de asalto un simulacro de perlas y plumas, como lo hay de flores. Las olas llegaban hinchadas, formando inmensa curva, abarquillándose un poco y reventaban extendiendo a los pies de las casetas un manto blanquísimo de espuma, simulando encajes recamados de perlas y lentejuelas.

En la Zurriola, las olas eran montañas andantes, capaces de inspirar ideas de paganismo a poco que se forzase la imaginación para presumir que un genio oculto y poderoso se revolvía furioso agitando sus monstruosos músculos debajo de la superficie.

Así como una bola de cristal salta pulverizada al estrellarse contra el suelo, así las montañas de agua reventaban contra el rompeolas estallando en un torrente, en una catarata, en un diluvio al revés de como se ven con frecuencia caer de las nubes.
AÑO 1934


¡Qué espectáculo! Parecían descargas de artillería ... de agua. Primero el cañonazo, el estruendo de la explosión, simultáneamente con la metralla en el aire, semejando un haz inmenso de hilos de cristal, quebrados a diez metros de altura.

La emoción por lo desconocido produce en los espectadores el calor del entusiasmo, un calor interno que se encarga de entibiar una ola traidora azotada por el aire, cayendo sobre el observador a guisa de ducha y calándole hasta los huesos.

Si la mar está picada, el curioso se pica también porque la ducha es acogida con carcajadas de los que se han librado de ella.

Así vio el citado cronista Castell aquellas mareas del año 1898.

(R.M. - KOXKAS - D.V. 3/07/2001)





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