Un periodista burgalés vino a pasar unos días de descanso a Guipúzcoa y eligió un pueblo junto al mar. Esto era hacia 1890 y después escribió esta deliciosa crónica que reproduzco: "Aún viven en mi memoria los días tranquilos que residí allí, libre de preocupaciones y de luchas; y aún recuerdo con íntimo regocijo las deliciosas horas que pasaba el domingo frente al pórtico de la vetusta iglesia, donde se juntan los habitantes del pueblo, calzando los hombres bordadas alpargatas, sobre las cuales se apoya el ancho pantalón, ceñido al cuerpo por oscura blusa entreabierta, que descubre la blanca camisa; cubierta la cabeza por azul boina caída sobre la frente, y cuidadosamente afeitado el rostro, curtido por los vientos del mar.
Visten las mujeres airoso zagalejo, limitado por el tentador contorno de una pierna robusta, tirante corpiño que demarca las robusteces del seno, y rebocillo afelpado, tras cuyos mil pliegues se ocultan las abundosas trenzas.
Apenas escuchan el postrer acento de la campana, disuélvense los grupos, y por lados opuestos, según el sexo, y ocupando lugares también distintos, oyen la misa cantada que comienza a las diez y termina a las once y media largas, y muy largas, merced a los sermones que se predican.
Terminada la misa, bajan los hombres al puerto, dirigiéndose unos a la taberna donde apuran de un sorbo una copa de ginebra, y formando otros pequeños grupos discuten sobre faenas del mar, mientras los chiquillos se desperezan groseramente al sol o asaltan las barcas ideando mil travesuras.
Las doce campanadas del mediodía señala el desfile general. La comida espera. Es la única manifestación de la vida en que la puntualidad es española.
Después, todo el mundo a la plaza, donde unos juegan a la pelota, otros danzan al armonioso compás de un tamboril y de una flauta, y los demás charlan y ríen ocupados con múltiples entretenimientos. Así llega la noche: con ella las horas de reposo.
Y es de advertir que dichas fiestas no se ven turbadas por ninguna disputa, siendo como buenos marineros buenos bebedores los naturales de aquella población. Aún no dan las once y se restablece el silencio, que sólo interrumpen algunos perezosos al retirarse entonando el zortziko.
¡Lástima grande que la furia del Cantábrico lleve al pueblo días de lágrimas y luto!¡Lástima también que las pasiones lleguen en ciertos momentos a turbar aquella idílica calma! Dormía el mar y en sus palpitaciones enviaba besos de espuma a los acantilados que en días de temporal azotaba y asaltaba frenético.
R.M.
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