ENTRAMOS en primavera. Epoca llena de numerosos atractivos, de encantos y delicias.«El campo en señal de regocijo se cubre de verde alfombra, escribía Marcelino Soroa; los árboles se engalanan, los juguetones pajarillos se dan prisa a construir en ellos sus amorosas viviendas; el astro del día se muestra más atento y complaciente menudeando sus visitas, y entran a hacer coro en tan armónico concierto los grillos y las ranas, esos modestos músicos de afición que hieren dulcemente nuestros delicados oídos con sus monotonos sonidos guturales y alados, legando en su modestia al extremo de callarse cuando se aperciben de que alguien se aproxima a escucharles y a admírarles (o a atraparles), llegando en tan bello conjunto a ocupar dignamente su puesto; el grave y paciente orejudo paquidermo lanzando al aire sus melodiosos trinos».
Al entrar la primavera comenzaban las romerías, animando los deliciosos contornos de San Sebastián. La primera era la de Pascua de Resurrección y la última la del Rosario en el mes de octubre, cuando el otoño nos visitaba.
Ambas traían poesía, la primera refescaba la imaginación y vigorizaba el ánimo y la segunda comunicaba cierta dulce melancolía y algo de nostalgia.
Estamos a fin de siglo, en 1894. El lunes de Resurrección, poco después del mediodía, la gente comenzaba a dirigirse a Loyola. Larga fila de carruajes se destacaba por la Avenida. Diligentes aurigas improvisaban un concurso musical, haciendo gala de su voz al grito de «iA Loyola, a Loyola! a dos reales». Al poco tiempo la plaza del olvidado barrio de Loyola queda inundada no por la ría sino por los productos que se descargaban de los omnibus y carretelas.
Decían los cronistas de aquella época que en otro tiempo, si había buena sidra en Hernani, alguna novillada en Oyarzun o un partido de pelota en Tolosa, se recorría la mitad del camino andando. Pero hace cien años, la gente se desplazaba en carruajes.
En la plaza de Loyola, sus balcones presentan numerosos ramilletes realizados por bellas muchachas. Está llena de gente y se registra una gran variedad de olores, desde el proverbial del chorizo, que volvía a hacer su exhibición después del día de Santo Tomás, hasta el de la merluza frita o guisada, las bocartas, las tortillas, carraquelas, lampernas (vulgo percebes)... en fin, un menú sin retóricas. No faltan tampoco las rosquillas, ni la zizarra y el peléon.
Cuando empieza la noche, se inicia la retirada. Después, la calma, la oscuridad y el silencio interrumpido por la lejana campana del convento del Refugio, que llama a los feligreses a la oración.
KOXKAS - R.M. - DV
lunes, 18 de marzo de 2013
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