miércoles, 20 de marzo de 2013
SANTO TOMÁS DE AYER
En el almanaque donostiarra el día de Santo Tomás era una de las fiestas más características. Todos los cronistas la describieron con su mejor prosa. Voy a recoger aquí algunos párrafos de lo que hace un siglo escribió Siro de Alcain refiriéndose a los años 1850 a 1860.
Era un día maravilloso. Para los chicos que soñaban con los aguinaldos. Para los papás, propietaríos rurales,pensando en las rentas que habían de traerles los inquilinos más formales, con el aditamento de los capones. Para los caseros, saboreando la mejor comida del año en casa de los amos, aunque con el pesar de llevarles las bien guardadas y oxidadas monedas y la pareja de capones, que procuraban fuesen los más flacos, reservando los más gordos para la venta.
Para las doncellas y maritornes, calculando los fondos que reunirían con las propinas de los amos y en la conducción de capones de regalo, capones que andaban de Herodes a Pilatos, contándose el caso de un par que cambió siete domicilios. Histórico: regalaron un par de capones a una familia; esta dispuso mandárselos a otra y así, sucesivamente, quedaron cumplidas siete familias, con la particularidad que terminaron sus excursiones volviendo al punto de partida, recibiéndolos el primer generoso remitente mermados de carne, descoyuntados y hambrientos. Para los dueños de locales de quincalla, fieles depositarios de propinas y aguinaldos, pensando en hacer su agosto.
La plaza de la Constitución era el centro de la feria y allí se exhibían objetos de ferretería, telas, loza, chucherías para niños abundando los capones cuyo precio era de seis a siete pesetas el par. Se vendían los «chilivitus» adornados de cintas de colores.En las ambulantes cocinas chisporroteaban las longanizas y en otras se asaban castañas.
Eran famosas las castañera «Gorra», que también vendía lampernas, carraquelas, lapas y otros mariscos, la señorita Teresa Boba, vendedora ambulante de los pasteles de la «Rubia»; Josefa Arruca y Maenzo, corredoras de prendería...
A las 12, la mayoría de los caseros iba a casa de sus amos a comer un menú que generalmente se componía de sopa, puchero, guisado y besugo asado, queso, castañas, vino y sidra, café y aguardiente. Con el casero venía toda su familia, resultando que el propietario de ,cuatro o cinco caseríos tenía que preparar un banquete para veinte o veinticinco asistentes. Presidía la comida el más antiguo, quien tras rezar el Padre Nuestro daba la bendición-. Terminado el «gaudeamus», las caseras recogían las cestas en las que no faltaba la libra de chocolate y el bacalao.
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