miércoles, 13 de marzo de 2013

CAMBIOS EN DIEZ AÑOS

De la hermosa plaza del Buen Pastor, que ya parecía la recién montada decoración de un gran escenario, no existía más que los cimientos del templo gótico, que cuando escribía el cronista elevaba su artística aguja apuntando al cielo. Casi terminaba la población en la Avenida. La calle de San Marcial estaba incompleta y tenía tantos solares o más que en 1900 la de San Martín. La de Guetaria terminaba en el entonces recién acabado edificio de la Caja de Ahorros. El paseo de los Fueros, sin nombre entonces, se iniciaba con la edificación de la primera manzana de casas que formaban las esquinas de la Avenida y la calle San Marcial. Corría la alborotadora locomotora por una improvisada vía con pilotes sobre el Urumea, trayendo vagonetas llenas de arena que volcaba para rellenar lo que luego fue el magnífico paseo de los Fueros con sus suntuosos edificios y la calle San Martín con sus casas magníficas. Bordaba el mar con sus espumas los abruptos terrenos que daban material para rellenar dichas calles y aquellos arenales formaron luego un amplio paseo en curva ideal sobre la que se levantó pintoresca orla de caprichosos hoteles, a cuyas espaldas iba surgiendo una nueva ciudad. En lo que entonces se llamaba la Zurriola, sólo las casas que formaban la calle Reina Regente aparecían levantadas. Desde la esquina del paseo del marqués de Salamanca hasta el rompeolas levantó en el lapso de tiempo de diez años, el ingenio arquitectónico casa tras casa, caprichos del gusto y del lujo. La carretera que conducía al Antiguo fue bordada en su lado izquierdo con pintorescos hoteles y jardines presididos en lo más alto por el espléndido Miramar. El Antiguo era un anacronismo palpable, pues de antiguo no tiene más que una docena de casas en medio de muchas nuevas, entre una iglesia moderna, una cárcel modelo y una barriada de hoteles. La metamorfosis del camino de Pasajes fue más grande, pues surgió como por escotillón a derecha e izquierda una guirnalda de jardines cuyos centros los constituyen bonitas y lujosas mansiones. Todo en diez años, en los últimos del siglo XIX. Y el cronista Angel María Castell, al que he copiado esta columna, preguntaba si la fiebre de la construción continuaba, qué verían dentro de veinte años.

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