lunes, 18 de marzo de 2013

AL LLEGAR EL OTOÑO

Estamos en 1905 y al llegar octubre el periódico comparaba los días luminosos y alegres del verano con los días oscuros y lluviosos del otoño. La playa estaba desierta sin que nadie se acercase a la orilla del mar, alborotado y revuelto. Las calles parecían más largas con nadie o casi nadie paseando por ellas, «como si fuera ésta una ciudad donde los habitantes por encantamiento desaparecen en cuanto el cielo se torna sombrío y anubarrado. Vamos a un paseo resguardado y alegado del mar, y el paseo aparece sumido en la más original penumbra: los árboles conservan el gayo verdor de las hojas, que en las calurosas horas del verano nos han prodigao su grato y dulce ombría; de cuando en cuando un coche modesto corre sobre el suelo liso y brillante. Este coche desprovisto de pretensiones, de lujos y de tiesos lacayos ¿no trae a vosotros el recuerdo de los coches lustrosos que pasaban sobre sus neumáticos con un silencio maravilloso? Y esta original y fantástica soledad que notamos ¿no trae a vosotros el recuerdo de las calles pobladas de gentes oriundas de pueblos lejanos? Decididamente, pensamos, todos aquellos carruajes lucientes, aquellas mujeres trajeadas con sedas y gasas y plumas, aquellos galanes adinerados, apuestos y coquetones, han huido de la lluvia monótona y de la niebla impertinente». Era el otoño que anunciaba la inmediata llegada del invierno con los temporales marineros, con las olas que se levantaban potentes y espumosas, con el viento huracanado que silva en los luceros de las casas, con la lluvia oblicua que con pertinaz insistencia entra por las rendijas de los ventanales. Aquel 1905 se adelantó el otoño envolviendo a los días en colores sombríos y melancólicos. Aún estaban los árboles lozanos y la campiña verde, y en lugar de lucir el sol en días gratos, la lluvia y la niebla y el ventisco y el mar alborotado empujaban al espíritu hacia la pesadumbre y la melancolía, propias de las interminables horas del invierno. A la alegría del estío había sucedido un otoño tristón que empujaba a los hombres a los brazos de la melancolía. Y en los periódicos, la imaginación un tanto poética de algunos de sus redactores se expresaban en una prosa envuelta en lacrimosas comparaciones y recuerdos.

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