El Cristo de Lezo
Cuenta la tradición que todo comenzó, al parecer, en Pasajes, en un cajón cerrado. Abierto por sus descubridores, vieron que en él había la talla de un Cristo crucificado. Al saberse noticia, surgió la disputa sobre dónde colocar aquella imagen que había llegado tan misteriosamente hasta el pequeño puerto guipuzcoano. Tres pueblos querían para si el Cristo, Pasajes, Lezo y Rentería, y mientras se dilucidaba el destino del Señor, el cajón permanecía sin que nadie osara tocarlo. Hasta que un día el Cristo desapareció del cajón, lo que fue interpretado como el deseo del Señor de no presenciar las vanas discusiones sobre su destino. Algunos, más exaltados, interpretaban como un castigo de Dios aquella desaparición. Comenzó la búsqueda y por fin fue encontrado en Lezo, en altozano.
Se interpretó el hecho como la manifestación expresa de Cristo de que quería permanecer en aquel apacible lugar. Pero hubo un pasaitarra que supuso que habían sido los lezoarras, deseosos de quedarse con la imagen, quienes habían sacado a ésta del cajón y la habían llevado al lugar en que apareció, y pensó en recuperarla para su pueblo. Antonio Peña y Goñi, que nos describió con su prosa inimitable la leyenda, nos describe la escena: «Hacia la media noche, aprovechando un momento en que los rayos lunares habían desaparecido comidos por un nubarrón, se encaminó a paso de lobo a la pequeña eminencia donde estaba el Cristo, se persignó primero, murmuró luego una oración, y envolviendo con mirada de ladrón avezado la pavorosa negrura que reinaba en torno, subió donde estaba la Cruz, la arrancó de cuajo y echándosela al hombro, apretó a correr. Oh, quien pudiera dar la menor idea de aquella carreral espantablel ¡Un fantasma macabro, dando saltos de corzo entre riscos y breñales, sudoroso, jadeante como si llevara encima cien quintales de peso, rodeado de horrible obscuridad y luchando a brazo partido con aquella profanación abominable, con aquel rapto criminall”
Al llegar a Pasajes, se inició una terrible tormenta de agua y viento huracanado y gran aparato eléctrico. La Cruz se levantó de la caja y comenzó a andar. «La Cruz proseguía su camino rodeada de un nimbo de deslumbradora claridad, como bañada por una potente foco de luz eléctrica que la hacía invulnerable a los efectos del temporal y le daba todo el aspecto de una visión ultraterrena. Así fue, ,andando poco a poco, hasta llegar otra vez a Lezo y posarse como una paloma en la pequeña eminencia que ocupara la víspera, y de la cual le había arrebatado una ciega cuanto punible incredulidad».
El arrepentimiento brotó, inmediatamente, en el pecho del pasaitarra, que lloró amargamente su pecado hincado ante las plantas del Cristo, que había mostrado su deseo de quedarse para siempre en Lezo. Y allí sigue, entre la veneración no sólo de los habitantes de su universidad, sino de todos los guipuzcoanos.
Esta es la leyenda del Cristo de Lezo, una leyenda más como tantas otras que rodean a las imágenes de Virgenes y santos, y que las abuelas guipuzcoanas contaban hace siglos a sus nietos en las largas noches del invierno y que Peña y Goñi recogió de labios familiares y la llevó a las cuartillas, para que no se perdiera con el transcurso de los años.
R.M. KOXKAS/12-9-86
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